La historia comenzó a fines de 1989 en La Paquita, un pueblo mínimo de la provincia de Córdoba, mientras el mundo entero miraba hacia otro lado. El Muro de Berlín había sido derribado, una era había llegado a su fin y en La Paquita -a unos 12.000 kilómetros de Alemania- un joven de 19 años apodado Paco preparaba sus bolsos, eufórico.
“En ese entonces yo era jugador de voley pero en el colegio. Recién había terminado el secundario, hacía 4 o 5 años que andaba de novio, y me salió la oportunidad de probarme en Córdoba Capital para ser jugador profesional, imaginate”. Paco Baldo tiene ahora 54 años y su relato es el del “sueño del pibe”: iba a salir de un pueblo de 665 habitantes -según el censo de esa época- para desembarcar en la capital de Córdoba con casa, comida, pasajes y libertad e intentar ganarse un lugar en el club Banco Provincia.
No fue hace tanto tiempo pero Internet todavía era ciencia ficción y en su casa de La Paquita solo había un teléfono verde de disco. Unos meses después de la prueba, en enero de 1990, el teléfono verde sonó. “Me habían aceptado en el club, así que me mudé a Córdoba detrás de ese sueño. Enseguida perdí el contacto con la que era mi novia, que era dos años más menor que yo”, sigue. En la capital, Paco empezó a salir con otra chica, jugadora de voley como él.
Volvía al pueblo cada mes, mes y pico, a visitar fugazmente a su familia entre torneo y torneo. Y recién a fin de 1990, cuando en el club terminaron las actividades deportivas, volvió a La Paquita para pasar las vacaciones en familia después de un año fuera de casa. “Y un día sonó el teléfono, fue un viernes a la noche, no me lo voy a olvidar nunca”, cuenta a Infobae.
Era la chica que había sido su novia, le dijo que necesitaba verlo. “Nos encontramos y ahí me lo contó. Me dijo que había tenido una nena y que la había dado en adopción. Yo quedé en shock”. Era noviembre de 1990, la beba había nacido en abril.
“Lo que recuerdo es un vacío enorme en el cuerpo, no sé cómo explicarlo. Era una parte de mi vida y no sabía donde estaba, sentía que cada día que pasaba se alejaba más. Los primeros meses, con ayuda de un amigo abogado, le pedimos a una persona que nos ayudara a buscarla, tipo detective. Pero nada, no encontró ningún rastro”, recuerda. “Y cuando uno no sabe imagina cualquier cosa. Yo no podía dejar de pensar. Suponía que era gringa y no sabía si se la habían llevado al extranjero, si la habían vendido, si estaba con una buena familia o si estaba en riesgo”.
Con esa espina clavada en un pie, Paco continuó una exitosa carrera como deportista profesional, primero como jugador, después como entrenador. En 1991 decidió dejar la capital y empezó a jugar en el club “9 de julio Olímpico de Freyre”, a 50 kilómetros de su pueblo. En 1995 se fue al Club Sociedad Sportiva Devoto y se formó como entrenador. Y en el 2000 volvió al club Freyre, la institución que terminó siendo un eslabón clave en la historia.
CADA VEZ MÁS CERCA
La cosa es que en el año 2007, cuando Paco ya era parte del cuerpo técnico del club Freyre, una jugadora de 17 años de un equipo santafesino llamado Villa Dora viajó a Córdoba. El plan era probarse para representar a Freyre en la Liga Nacional y Pablo era uno de los encargados de elegir a las mejores jugadoras para armar el equipo. Tuvo suerte de que sus colegas no lo escucharon “porque yo la quería echar. Les decía, ‘esta es una vaga, no se quiere tirar’, echala a la mierda”, se ríe ahora.
Era él el encargado de armar las fichas de las jugadoras elegidas para presentar en la Federación del Voleibol Argentino (FeVA) y Julia Benet, la jugadora adolescente en cuestión, había sido seleccionada como refuerzo. Paco se sentó y agarró una lapicera.
“Y a medida que iba completando los datos me iban cayendo fichas. Fecha de nacimiento: 29 de abril de 1990, igual que mi hija. Lugar de nacimiento: Esperanza, igual que mi hija”. En la hoja había una foto carnet agarrada con un clip. Paco -que ya tenía 37 años- miró los 4 centímetros de foto en silencio, con la respiración agitada: la chica tenía su misma nariz.
“No tenía más datos que esos, no podía ir a decirle ‘hola, creo que soy tu papá’, imaginate el daño que podía causarle si estaba equivocado”, cuenta Paco. Pero otro dato alimentó la sospecha: “Mantuve la duda muy en secreto, sólo se lo conté a tres personas de mi círculo íntimo. Dos eran los otros entrenadores del equipo. Justo uno de ellos había tenido la entrevista con los padres de la Julia así que se quedó helado y me dijo ‘¿vos sabés que la Julia es adoptada?’”.
Dice Paco que lo sentía en el corazón pero tenía terror de estar equivocado, por eso mantuvo la distancia. Paco era el entrenador, Julia una de sus jugadoras.
Pero el parecido físico era evidente: “Me acuerdo que la que era mi novia se paraba atrás cuando yo caminaba con la Julia en la cancha y después me decía ‘son iguales, es impresionante’”. Hasta los desconocidos, que no estaban condicionados por las ganas, veían el parecido: “Una vez ella se fue a jugar un torneo a Mar del Plata y yo le mentí al fotógrafo. Le dije que era captador nacional de jugadoras y que necesitaba fotos de ella jugando. Cuando el fotógrafo volvió no me encontró y le dijo a un compañero: ‘avisale al entrenador que le dejo acá las fotos de su hija’.
Quien sigue con el relato es la propia Julia, que tenía parte del camino allanado gracias a Jorge Benet y Silvina Sobrero, sus padres, que habían decidido no mentirle y contarle, desde chica, que “no había salido de la panza de mamá pero sí del corazón”. A diferencia de Paco, Julia nunca se había sentido incompleta y, hasta ese entonces, no se le había dado por buscar a sus padres biológicos. Sin embargo -cuenta- lo que pasó fue “un antes y un después” en su vida.
“El destino”, dice Paco. “O no sé, yo creo en un poder superior que nos puso en el mismo camino. También por eso yo amo tanto a este deporte, porque lo que siento es que el voley me devolvió a mi hija”, se emociona Pablo.
“Yo creo que fue el destino y también mi mamá -opina Julia- que siempre estaba al pie del cañón acompañándome cada vez que yo cambiaba de deporte, porque de chica era muy cambiante. Creo que es más importante que me hayan apoyado de ese modo a que hayan sido deportistas”, dice ella, que empezó a jugar al voley a los 14 años aunque el amor por el deporte se fue construyendo con el tiempo. Julia es ahora entrenadora de Beach voley y también de indoor.
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Eduardo Freire